Dormir menos y estar más alerta

Pasamos los primeros cinco días de cuarentena voluntaria, en el departamento, los tres sin más compañía. Apenas se supo del primer caso de Coronavirus en Chile, las empresas para las que éramos empleados decidieron cerrar las oficinas y permitirnos, o en realidad obligarnos, trabajar desde la casa. El aviso repentino no nos dejó espacio de planificación. Fueron, por lo mismo, días cuyo orden emergió de la desorientación, de la búsqueda perenne de una nueva rutina que funcionara, en la que Antonia encontrara un modo de entretenerse sola, un desafío titánico a los cuatro años de edad, y al mismo tiempo no se nos pasara la hora de almuerzo, y pudiéramos hacer las camas y limpiar el baño por la mañana, y tener nuestras reuniones de trabajo sin interrupciones. 

El living se transformó en una suerte de camping, donde la pequeña carpa que Antonia recibió para su último cumpleaños, quedaba perfecta. Rodeada de peluches y cojines y almohadas, rellena de juguetes de todo tipo, convertía ese otrora espacio de conversación en un parque de diversiones. Pequeños monitos de Paw Patrol desperdigados por todo el lugar, sufrían nuestras patadas imprevistas, y de vez en cuando nuestro enojo al pisarlos con calcetines mientras caminábamos por la mañana.

Faltaba todavía un poco para el prenatal, y Google Calendar comenzaba a ser un monitor preciso del incremento de tiempo que el trabajo remoto imponía. Con suavidad, y una imperceptible eficacia, las horas laborales se estiraron en nuestras agendas, a pesar de no estar en la oficina. El inicio, por ejemplo, se adelantó de forma natural. Y cuando nos dimos cuenta, sentimos que ganábamos una hora. Esa ingenuidad se repetía al final del día donde el tiempo que usualmente ocupábamos para el regreso a casa, también quedó disponible para el trabajo. Solo con ese cambio de hábito las matemáticas eran evidentes: pasamos de 8 a diez horas de trabajo.

En realidad, en vez de ganar horas, estábamos perdiendo vida.

El jueves de esa primera semana de aislamiento, cuando Antonia llegó al escritorio donde yo tenía mis charlas por videoconferencia, comiendo un alfajor que había sacado del refrigerador porque tenía hambre, y vi la hora volteando mi muñeca, sentí la culpa quemándome las mejillas. Eran las cuatro de la tarde, y ella no había almorzado.

Resolver la culpa me llevó a la idea mágica de levantarme más temprano, para cocinar antes del desayuno, y así solo hiciera falta calentar y servir rápido cuando llegara la hora de almuerzo. Eso hice entonces al día siguiente, que hoy recuerdo como el primer viernes de cuarentena. Levantarme a las 6 de la mañana para preparar unas lentejas, que serviría con huevo frito a la una de la tarde.

Cuando Antonia se levantó a las 8, yo tenía la comida lista. Entonces serví el desayuno y luego me preocupé de dejar la cocina impecable. Heredé de mi madre esa obsesión de la cocina ordenada, y esa pulsión de disgusto incontrolable al ver por ejemplo un vaso sucio, recién usado, con restos de jugo o bebida en el fondo, que imposibilita mi calma hasta no lavar ese vaso. Pensé, de hecho, la idea de levantarme temprano a cocinar, cuando me acordé que durante varios años mi madre se levantaba a las 5 de la mañana para hacer el aseo de la casa antes de irse a trabajar. Incluso el aroma de las lentejas, mezcladas con el sofrito de zanahoria, cebolla, ají color y orégano, me trasladó a esas madrugadas en que el olor de las comidas inundaba toda la casa como una forma de decirnos que mi mamá estaba despierta, y ya pronto se iría.

Luego hice las camas, y mientras Antonia veía dibujos animados en el iPad, pudimos concentrarnos en nuestros pendientes de oficina. Sentados en la mesa del comedor.

Con el cansancio revelado en la pesadez de mis párpados al final de ese día viernes, supe que la idea de irnos al sur, donde mis suegros, a pasar la cuarentena, lo que más diera el embarazo, era la decisión correcta. 

Una casa de campo, en el centro de un terreno largo y grande, que estaba frente al pueblito de Putagán, un pequeño caserío ubicado en el kilómetro 291 de la carretera que va al sur de Chile, nos acogió durante las últimas semanas de gestación.

Encerrados en la soledad del campo, con salidas esporádicas para rellenar la despensa, y con la sonrisa de Antonia que corría entre higueras y parras, pollos, caballos y perros, al aire libre, desentendida de encierros y cuarentenas capitalinas, pasamos alrededor de siete semanas.

La carga de trabajo disminuyó notoriamente al hacer este cambio. Y para el inicio del prenatal, trabajaba menos de una hora por día. 

Los días se iban rápido, con la angustia acechando cada vez que escuchábamos la palabra Coronavirus. Mirábamos las noticias en la televisión de la cocina. Todo contenido, a toda hora, trataba sobre los aumentos de contagios, o sobre la desobediencia de las personas infectadas que salían a la calle con la indolencia de un dictador y sin mascarillas, o programas en que alcaldes y autoridades ministeriales discutían sus ideas de mejor país mientras se atacaban con eufemismos vulgares. 

Pasamos esos días al cuidado de mis suegros, que cocinaban pan amasado en el horno a leña, y lavaban toda la ropa sucia, dejándola limpia, suave, y doblada encima de nuestra cómoda, y hacían las camas, y nos sorprendían cada día con un desayuno generoso y exquisito.

Los dos jubilados de oficina, gastaban sus días en el campo, cultivando la tierra, jugando con las formas de la casa a través de ampliaciones de piezas o de la cocina. Visitarlos era una forma de vivir la generosidad, y el privilegio casi Real de que dos personas ordenen sus actividades solo para que te sientas como en tu propia casa.

Aun en ese contexto de atenciones, comodidades y exquisiteces, alrededor de la semana 35 del embarazo comenzaron la noches interrumpidas por sueños vertiginosos, de parto en el auto camino a la clínica, o sueños que ya no recuerdo pero que me despertaban y me impedían volver a dormir si no hasta una o dos horas más tarde. 

Cuatro años antes, con el embarazo de Antonia, me pasó igual, así que la vida hizo un deja vu. Esta vez, usé esos insomnios de madrugada para buscar y leer en mi celular algunas respuestas que me hicieran sentir parte de un fenómeno colectivo, o mejor dicho usual. La escena debía ser graciosa, los rasgos de mi rostro iluminados por la luz fría de mi móvil en medio de una oscuridad absoluta. El brillo de mis pupilas yendo de izquierda a derecha, ayudándome a consumir la información. 

Las respuestas me convencían. Todo parecía ser parte de un ejercicio preparatorio para lo que vendría luego del parto. Algo así como que la naturaleza le dice a tu cuerpo, comencemos a ejercitar lo que viene: una vida de dormir sin descanso, de sueño interrumpido como nueva normalidad.

Dormir menos, y estar más alerta. Ese era el mensaje.

Esta vez, comparativamente, las horas de insomnio se extendieron un poco más. Porque al tiempo que buscaba sobre la normalidad -o no- de no poder dormir continuamente, me ponía a pensar en Francisca, en la ropa que vestiría al nacer, en las cosas que aún nos hacían falta, o también pensaba en que nadie podría ir a la clínica para conocerla, en que luego del parto, cuando ya estuviéramos de vuelta en casa, tampoco podrían visitarnos, y en que ninguno de nosotros podría exponerse ni a un miserable resfrío. 

Las noches en que más duraba mi estado de alerta, contra mi voluntad, era cuando pensaba en los protocolos clínicos para el procedimiento del parto, y se repetía en mi cabeza una y otra vez lo que había dicho la matrona en la última conversación que tuvimos por Skype: por todo esto del Coronavirus, los protocolos están cambiando día a día. Y cuando se repetía esa frase, volvía a ver nuestro gesto, en que ambos nos mirábamos como perros entumidos.

Lo más importante era estar seguros de que éramos, ambos, Covid negativo. Para ello era imperativo hacer examen desde la semana 36. Obligatorio. Si salía positivo, cesárea sin alternativa. Trabajo de parto sin el examen que dijera no como diagnóstico, cesárea sin alternativa. Solo 48 horas en la clínica. Visitas prohibidas. Mascarilla, por descontado. Por último, lo incierto como el portal de bienvenida a un abismo, porque todo eso podía cambiar de un día para otro. 

Los días en el campo, sin embargo, nos dieron la pausa necesaria para simular calma.  También para impulsar el sentido creativo de Antonia, que inventó historias y personajes que todavía hoy recordamos con un dejo de añoranza. Caballés, por ejemplo, un caballo que andaba por el mundo dejando cuadernos escritos con relatos falsos, en los se hacía pasar por personajes de Paw Patrol, para engañarnos y eludir a las fuerzas del bien. O los Iriceldos, amigos de Caballés, que no tenían una forma (eran solo un nombre) ni tampoco eran malos, pero sí amigos de Caballés, que tampoco era malo, pero sí tenía un problema: que contaba relatos falsos. Creaba esas historias con un libro en la mano, sentada en la escalera de su casa de árbol que su Tata había construido algunos veranos antes, pasando las páginas mientras verbalizaba la acción, gesticulando con sus manos, usando el paisaje campestre a su alrededor para envolvernos en el mundo que nos proponía.

Para la primera semana de mayo, el país había alcanzado los días con mayor número de contagios diagnosticados. Más de mil en un solo día, y creciendo cada veinticuatro horas a un ritmo que nos congelaba las palabras. Se asomaba la semana 38, la misma en que cuatro años antes había nacido Antonia.

Decidimos volver el domingo 3 de mayo, al mediodía. La guata dura como palo en intervalos de tiempo irregulares las 24 horas. Camino a Santiago, escuchamos en la radio del auto al Ministro de Salud decretar, con un tono imperativo, de verdad revelada, de sentencia marcial, que desde el día siguiente, la capital entraba en cuarentena estricta.

Volver a Santiago era un modo de aproximarnos al parto. El cansancio y la ansiedad, exacerbados por la situación particular que vivíamos, aumentaban cada día. Lo mismo ocurría con el peak de contagios, el aumento de los muertos, los despidos, y los mensajes ambiguos del gobierno, que parecían pensados para prodigar la miseria en Santiago y sus barrios populares.

Esa noche de domingo Antonia nos pidió, a los dos, que la acompañaramos para dormir en su cama. Quiero que durmamos los tres, dijo. Cuando se durmió, nos levantamos despacio para no despertarla, y en nuestra habitación nos acostamos abrazados, como los últimos doce años.

A las 5 de la mañana sentí mi muslo mojado. Palpé con mis manos las sábanas, que también estaban mojadas. Entonces toqué el hombro de Natalie, y acercándome lentamente a su oído le dije que al parecer Francisca ya venía. Ella se volteó. Parecía despierta hacía un rato. Se levantó y fue al baño. A los minutos volvió, caminando con calma, dejando un rastro de gotas en el piso. Me dijo que sí, que como la otra vez, el trabajo de parto había comenzado.

Santiago, a mayo de 2020

Relato escrito por Juan José Lizama Ovalle

Segundo lugar concurso de cuentos Quédate en casa escribiendo del año 2020 de la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. Ver libro de cuentos premiados.

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