La partida – Un cuento de Cecilia Aravena

Luis Alberto evocó en el frío Santiago de Chile, el conjunto de montañas que rodea Caracas, imaginó el Pico del Ávila, su selva nublada, los árboles gigantes, repletos de orquídeas y cortinas de helechos. Creyó sentir la humedad y ver las palmeras agitadas por el viento de las altas montañas. Tragó saliva, volvió a la realidad. Se encaminaba hacia la posibilidad de un trabajo, el primero en meses. Su título de ingeniero no le había servido para nada, pero medir más de un metro ochenta y sus noventa kilos sí. Debía cuidar a un vejete inválido. No podía ser tan complicado, y aunque lo fuera, María Gabriela contaba con él. Eran cerca de las diez de la mañana, la hora justa en que debía presentarse.

La casona estaba en la calle California, cerca de la avenida Pedro de Valdivia. Tenía dos pisos y una buganvilia fucsia desparramada en la fachada de la casa. El primero en escuchar el timbre fue un perro labrador que comenzó a olfatearlo a través de la reja. En seguida escuchó los gritos de un hombre asomado al balcón.

-¿Quién es?

-Luis Alberto García, señor. Su hija me contrató.

-Usted tiene nombre de protagonista de comedia venezolana – le respondió el anciano, al tiempo que se escuchaba el clic que abría el portón automático.

– De allá vengo señor – dijo Luis Alberto, traspasando la barrera de lengüetazos de la mascota y tratando de llegar a la puerta.

Una mujer de delantal verde salió a recibirlo y lo hizo pasar a una sala. Luis Alberto se maravilló con la cantidad de libros, pero observó que los lomos de las enciclopedias y diccionarios estaban cubiertos por una película de tierra que los hacía ver viejos. Algunos yacían recostados y a punto de caer, si terminaban en el suelo se iban a desarmar, pensó, y se aproximó a enderezar algunos.

A sus espaldas escuchó el crujir del parqué. Al darse vuelta vio a un anciano en silla de ruedas tapado con una manta. Un olor rancio, viciado, a sudor y ropa sucia invadió el ambiente. La hija le había advertido que su padre no podía bañarse solo y no dejaba que lo ayudaran. Se veía flaco y esmirriado. Una gran nariz aguileña le daba carácter a su rostro. La silla se detuvo justo frente a él, que permanecía de pie.

-Así que ¿Maduro lo hizo arrancar? – le dijo el anciano mirándolo de arriba abajo.

-No, fue mi esposa y el hijo que viene en camino.

-¡Bah! A mí en realidad no me importa nada de eso. Así que Mariana lo contrató. Ella es la mayor de mis hijas, la más aprensiva, me visita cada día, controla lo que como, cuánto he dormido y si he tomado los remedios. Entra aquí como si fuera la dueña, disponiendo de todo, qué debe cocinar Carmen, cuánto tiempo puedo estar en el jardín y lo peor…cuándo puedo descorchar algunos de los buenos vinos que aún guardo. Mi otra hija es distinta, entiende que un hombre a los noventa y un años no quiere que lo traten como a un niño. Lástima que se fue a vivir a Costa Rica. ¿Usted va a ser como mi hija mayor o como la menor?

-Yo lo voy a acompañar durante el día, Don Guillermo, lo ayudaré a asearse y cambiarse de ropa.

– ¿Qué se ha imaginado? Me las puedo arreglar solo. Nadie me va a decir cuándo bañarme. ¡Habrase visto! Váyase de mi casa ahora mismo. ¡Negro insolente! – al terminar la frase, giró su silla y se fue.

Luis Alberto no supo qué hacer. Al cabo de unos minutos, apareció la misma mujer de delantal verde.

– Don Guillermo dice que puede irse, que le avisará a su hija que busque a otra persona.

– Dígale por favor a Don Guillermo que lo reconsidere, que esperaré aquí – respondió Luis, con la voz resquebrajada.

– Como guste, pero el caballero no lo llamará. Lo conozco. Con usted son seis las
personas que han venido este mes-. La mujer se quedó mirándolo en silencio-. ¿Le puedo
ofrecer un café o agua?

-Agua por favor. Gracias.

Luis se dejó caer en la poltrona. En ocho meses habían ocupado todos sus ahorros. Esta era la única oportunidad de mejorar su situación. Deslizó sus manos por su pelo ensortijado. ¿Qué haría ahora? No debió decirle que lo bañaría ¡Qué torpe! ¿Qué le diría a su esposa? Luego se puso de pie, comenzó a revisar los libros, recordó su casa en Caracas, historia, literatura, filosofía, arte. Don Guillermo debía ser un hombre muy culto. Su hija le había contado de su carrera académica. Siguió recorriendo las estanterías. De pronto sus ojos se detuvieron en varios tomos azules de Dvoretsky, el prestigioso entrenador de ajedrez. “Entrenamiento de élite”, “Secretos de la táctica en ajedrez”, “Secretos del entrenamiento en ajedrez”, el anciano debía ser un muy buen jugador. A un costado de la sala, en una pequeña mesa había un tablero de ajedrez de vidrio con las piezas revueltas. Su cara se iluminó. La imagen del rostro de su esposa sonriendo le hizo sentir cosquillas.

La mujer volvió con un vaso de agua en una pequeña bandeja plateada.

-Señora, ¿puede usted decirle a Don Guillermo que me voy si me gana una partida de ajedrez?

-¿Qué? ¿Ajedrez? ¿Está loco?- respondió la criada dejando el vaso en la mesa de arrimo.

-Dígale por favor, es importante para mí- insistió Luis Alberto juntando las palmas de sus manos.

-Bueno, voy a decirle pero no creo que le parezca bien. Usted sabrá lo que hace –dijo la mujer y se dispuso a subir la escalera.

Luis sacó su pañuelo y después de secar su frente, comenzó a limpiar las piezas de vidrio. Ordenó primero las blancas, luego se concentró en las negras. Su corazón latía acelerado. No jugaba desde que se vino de su país. Solía pasar el tiempo en la plaza de su barrio compitiendo con sus amigos. Escuchó el rechinar de las ruedas acercándose. Respiró aliviado.

-¿Así que juega ajedrez? Si gano se va y ¿si pierdo? – preguntó el viejo, levantando exageradamente su nariz.

-Si pierde, lo baño, se cambia de ropa y esperamos a su hija que llega a las siete –respondió Luis Alberto entusiasmado.

-Bien, me parece. Conozco las estrategias de Bobby Fisher, de Kaspárov, en fin. Si gano se va y no vuelve, ¿me oyó? Aunque lo llame mi hija. No utilizaremos reloj. Las mías son las piezas blancas y yo parto.

Comenzaron en silencio. Luis soltó el primer botón de su camisa. El anciano se tomaba su tiempo, sobaba sus manos mirando fijamente el tablero. Sólo de vez en cuando alzaba la vista hacia su contendor. A pesar del frio, Luis sentía pegados los pantalones a sus piernas. Sudaba. Luego de un pugilato entre peones, las piezas blancas quedaron en mejor posición, pero las negras con maniobras de caballos, consiguieron generar amenazas que equilibraban un poco las acciones.

En ese momento, interrumpió la mujer.

-Don Guillermo el almuerzo está listo. ¿Pongo la mesa para dos?

-¡Claro!, Luis Alberto, almorzará antes de irse y a mí me suenan las tripas. Imagino que podemos interrumpir para comer algo ¿verdad? Hace mucho tiempo que no jugaba, espero que sea un buen perdedor.

Luis asintió, sonriendo. Empujó la silla hasta el comedor. Al menos había ganado tiempo.

Ambos comieron en silencio, Luis repasaba sus errores en la apertura. Su contrincante había mostrado un medio juego muy superior. Levantó la vista de su plato de sopa y descubrió que el anciano sonreía y lo miraba fijamente.

– Fue atrevido de su parte desafiarme. Pero me gusta que lo haya hecho. Carmen, descorche un vino por favor. Vamos a hacer salud por la pronta partida del vecino venezolano de mi casa y mi victoria en este juego.

-Pero, señor, Doña Mariana dijo… –intentó responder la mujer.

-¡Me interesa un rábano lo que dijo! Ábralo y ya.

Al rato ambos acercaban sus copas.

-¡Por la Federación Nacional de Ajedrez de Chile! De la que fui miembro casi toda mi vida -exclamó fuerte el anciano y sonrió de oreja a oreja, mostrando las pocas piezas dentales que aún conservaba.

Luis saboreó el vino tinto tibio. Estaba aprendiendo a saborear los vinos chilenos. Un jugador de nivel medio enfrentándose a un profesional, la cosa era muy desigual. El viejo se veía entusiasmado.

Volvieron a la sala. La mujer prendió una estufa y descorrió las gruesas cortinas, iluminando más la sala. No era usual que se ocupara esa habitación.

El anciano en una misma jugada logró amenazar dos piezas de Luis Alberto, una con la pieza que movió y la otra dejándola descubierta ante su torre. Luis Alberto, optó por retirar una de las piezas amenazadas a una posición en la que defendía a la segunda. Se había salvado de una. El anciano miraba atento el tablero y de vez en vez levantaba sus ojos grises para fijarse en él. El silencio permitía oír perfectamente la respiración de ambos contendores.

Luis Alberto, comenzó a presionar y vio que en tres movimientos podía dar jaque mate. Inició la secuencia. El viejo no hizo ningún gesto, ni levantó la mirada, mientras se acariciaba el mentón. Cuando llegó a ese tercer movimiento, el anciano movió un alfil a una posición que Luis Alberto no había previsto, obstruyendo totalmente su ataque. Pocas jugadas más adelante era su rey el que estaba acorralado. El jaque mate no se podía evitar.

-¡Viva! ¡Viva! Yo sabía que podía ganar – gritó el anciano.

Luis Alberto, estaba serio y miraba absorto el tablero. Pasaron varios segundos sin que ninguno dijera nada. De pronto el anciano levantó la vista sonriendo.

– Casi repito una jugada de Capablanca. ¡Excelente! ¡Extraordinario! ¡Carmen tráenos otra copa de vino! En años que no jugaba así. Hagamos el último brindis.

– Gracias Don Guillermo, es usted un excelente jugador– dijo Luis levantándose de su asiento y tragando el último sorbo de vino como si fuera veneno –, ya me voy.

-Si váyase como lo prometió. A mí nadie me trata como a un niño…y en mi propia casa.

Luis dejó su copa vacía encima de la mesa y se dio vuelta para estrechar la mano del viejo. La mano callosa del hombre apretó la suya durante unos instantes. Luis la sintió tibia.

-Mañana lo espero a las diez, le voy a enseñar a jugar. Tal vez algún día logre ganarme.

Luis no podía creer lo que escuchaba. Sonrió y su mirada se humedeció, recuperando el aliento.

-Don Guillermo sólo vuelvo mañana si hoy me deja ayudarlo a bañarse. Se lo prometí a su hija que llegará en unas horas.

El anciano giró su silla dándole la espalda a Luis y avanzando hacia la mampara que separaba la sala del pasillo de salida.

-Don Guillermo, ¿me ha escuchado?

-Vamos de una vez y pobre de usted si el agua no está caliente como a mí me gusta.

Cuento escrito en 2023 por Cecilia Aravena Zúñiga

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