Nunca he escrito nada para él

Nunca he escrito nada para él. Tampoco recuerdo si fue personaje de alguna historia. Busco en mi computador, en los relatos aburridos y mal escritos del principio, en aquellos imperfectos y desoladores, incluso en los textos más tristes, y tampoco veo ni el menor rastro de su presencia. Ni que decir de su ausencia. Como detective, al estilo de mi amigo Roberto, pienso indagar en los textos alegres, los felices. Gasto mucho tiempo buscándolos, hasta que me doy por vencido, porque definitivamente no encuentro ese tipo de textos, no existen en mi computador.

Una vez mi terapeuta me corrigió. Me dijo que sí tengo, y sí existe, solo que murió. Tú sí tienes padre, y está muerto dijo.

Le conté a Diego, mientras almorzábamos, que desde que cumplí 40 años, he sentido una urgencia sanguínea por conversar con mi papá. No sé bien qué es, pero lo siento en las extremidades y en el estómago. La urgencia recorre mi cuerpo bajo mi piel, fluye con desesperación en el subterráneo de mi epidermis, justo debajo del último tatuaje que hice hace un mes en que se lee Óscar en la base de una flor que crece sobre un libro tan grueso como Los detectives salvajes. Diego me dice que si Óscar estuviera vivo, más que seguro lo habría matado a los 15 años, y que hoy la urgencia sería escapar de esa conversación. No pude vivirlo para sentirlo, pienso. Pienso también en la tristeza de ese pensamiento. Puede ser, le respondo a Diego. Puede ser, pero la urgencia es real, existe y me recorre entero.

Ser padre es a la misma vez renovar tu forma de ser hijo. Incluso de ser hijo póstumo. Alejandro Zambra escribe en Literatura Infantil: “quizás prefiero imaginar que este adulto del futuro nos ama como yo amo a mis padres: con un amor incondicional y el deseo ferviente y probablemente fallido de no parecerme a ellos.” El adulto futuro es Silvestre, hijo de Alejandro. Deseo fallido de no parecerme a ellos. ¿Me pareceré en algo? ¿Algún gesto? ¿La voz? Yo sí quiero parecerme, al menos a una parte de ese relato de héroe que nos cuenta la vida de los deudos amados que partieron antes de lo previsto. 

Nunca he soñado con mi papá.

Le dije a mi terapeuta esa vez que sí, que es cierto, que sí tengo padre y que no está. Que está muerto, repitió él, con un énfasis envuelto en candor. Que está muerto, sí. 

¿Podemos llorar las penas de un pasado anterior a nuestro nacimiento? Quiero decir, sentir esa pena como propia, y llorarla para pulverizar el miedo. Yo sí he llorado, pero creo que aún me faltan varios litros de lágrimas para deshacerme de una buena vez del miedo.

Un niño alcanza a divisar algunas estrellas por entre las nubes que vuelan rápido en una noche de luna llena. El aire frío y salado de la costa penetra su nariz con ternura. Es como una caricia. Tiene siete años, y tiene también un brillo de ilusión en sus ojos. Entonces pregunta al aire ¿por qué te fuiste? ¿por qué te lo llevaste? Lo pregunta en voz alta, porque sabe que nadie lo puede escuchar. Y sabe también que nadie le va a responder, aunque de todos modos una ilusión diminuta carcome las orillas de su pequeño corazón. Agacha la cabeza y fija la mirada en el maicillo que oculta la tierra árida del borde costero. Supone que ese gesto de despecho puede llamar la atención de las pocas estrellas que a ratos se dejan observar en el cielo oscuro. Piensa, con ilusión también, que en cualquier momento cae una respuesta, o varias, que le dan alegría. Las respuestas le dicen que se equivoca, que su papá no se ha ido, y que por lo mismo también debe estar seguro que nadie se lo ha llevado. Piensa en esas respuestas como una lluvia torrencial, que empapa su cara de vocales y consonantes, comas y puntos seguidos mal ubicados. Son mentiras que tienen forma de tristeza. Una tristeza de la que sabe nunca podrá reponerse, una tristeza infinita que lo acompañará con entusiasmo, hasta el último suspiro. No puede entenderlo, porque las penas del pasado, que se sienten como propias en el presente, definitivamente no pueden entenderse. Porque la muerte nunca puede entenderse, sólo puede llorarse, aunque sea de forma anacrónica. Ocurre entonces que el niño llora bajo el cielo estrellado tras las nubes que vuelan como un zepelín. Ya no dice ninguna palabra. Cierra la boca con fuerza, y empuña con rabia su mano izquierda.

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