El baile de las enanas – Un cuento de Eduardo Contreras

I

La primera vez que vi ese cuadro del Cabaret de Magallanes, me acordé del famoso chiste de la mujer ideal: «tiene que ser enana, como de esta altura (la mano indica una elevación al nivel de la pelvis y al interlocutor se le dibuja una sonrisa, no tener dientes (carcajadas), y tener las orejas grandes y la cabeza plana (más risas y la típica pregunta sobre la utilidad de la planicie en la testa)».

Luego de recordar la chirigota, me detuve en los detalles del cuadro de Pedro Luna. La chica vestida de rojo al lado izquierdo parecía estar de rodillas o acuclillada frente al carabinero, como bajando hacia sus genitales… quizás no era enana. Su posición y el entorno de prostíbulo incluyendo piano, orquesta, parejas y una mujer enseñando el busto al lado derecho de la escena, me reforzaban la analogía con el chiste. Puede parecer banal, pero en ese momento decidí hacer la investigación de mi tesis de licenciatura en arte sobre ese trabajo.

Primero, me enfrasqué en la cuestión de la impronta expresionista o impresionista del autor; luego, averigüé sobre la Generación del 13, y sobre las características de Magallanes y sus burdeles en los años 30. Como suele ocurrir en una indagación, al cabo de poco tiempo estaba obsesionado con el trabajo de Luna y sus personajes; la otra mujer, la de verde al centro del escenario, que para mí definitivamente era enana, ¿a quién miraría con cara de enojada? Sus ojos apuntaban hacia fuera del cuadro. Y el hombre grandote que la agarraba, ¿sería eslavo como decían algunos estudiosos? Siempre he pensado que, para la academia, la ciencia y la pesquisa policial, se requiere el mismo ingrediente básico: la obsesión.

Todo el conjunto planteaba interrogantes, la orquesta arriba a la izquierda… ¿sería el propio Pedro Luna el pianista? Se sabe que el pintor tocaba bastante bien. El hombre recostado sobre el escenario, como en shock etílico de espaldas al espectador, al lado izquierdo de la supuesta enana de rojo ¿era también un uniformado como el carabinero de al lado y el marino al otro extremo del escenario?

Entrevisté a coleccionistas, entre ellos algunos que habían conocido a Luna. Me hablaron de su vida bohemia e itinerante, de su éxito con las mujeres y su complejo por ser hijo natural. Pero nadie pudo dar fe si el prostíbulo de El baile de las enanas y sus personajes habían sido reales o fruto de la imaginación del pintor. Sólo aseguraban que lo pintó después de un viaje a una exposición en Punta Arenas, en 1935. A esas alturas estaba decidido a averiguar si había existido el cabaret, y gracias a unas millas acumuladas por mi viejo en Lan Pass, pude ir un par de veces a la ciudad que besa el Estrecho de Magallanes.

En mi segundo viaje fue cuando conocí a don Sofanor, vecino de una de las calles bautizadas con apellido de presidente, en este caso la de los lenocinios. Yo andaba tratando de averiguar si aún existía la sala de fiestas del cuadro y por referencias llegué a esa vía. Fue un alivio comprobar que no estaba llena de edificios nuevos. Desde el año en que Luna inmortalizó la casa de citas, hasta el 2008, bien podría haber cambiado la arquitectura, sin embargo, todavía estaban de pie esas casas antiguas, de paredes enlatadas, el pasto y el musgo brotando entre los pastelones de la acera y la base de las casas, todo desafiando a los edificios modernos que permanecían relegados a la zona céntrica.

Él atendía en un boliche sencillo en una de las esquinas de esa calle estrecha, mal calentado por una salamandra cuyo calor huía por los marcos descuadrados de los viejos ventanales del recinto. Llegué por azar a ese local con barriles de vino a guisa de mesa, entré arrancando del viento helado que me mordía la espalda y que no me dejaba avanzar en mi investigación al ritmo que yo quería. Ya empezaba a oscurecer. Al entrar tuve la sensación de que el suelo debía ser de tierra, en realidad era de madera, pero el piso desnudo era lo que le acomodaba a ese entorno, quizás antaño lo había tenido.

Me dirigí al mostrador en el que un par de moscas pululaban tratando de sobrevivir a las bajas temperaturas, mientras aquel caballero de ojos azules secaba unas copas con tanto vigor que el par de copiosos mechones blancos sobre cada oreja se balanceaba al ritmo de la friega. Le calculé más de setenta años.

—Una copita de vino por favor.

—¿De la casa o alguna marca?

—De la casa no más, ¿será bueno verdad?

—Pu, más bueno que El Pasadizo de Perico.

Detuve mi mano a medio camino hacia el vaso que su mano robusta me ofrecía, el trago casi se hacía invisible al lado de su corpachón envuelto en una gruesa manta de lana. Me quedé un rato pensando y, entonces, algo de las entrevistas previas acudió a mi memoria.

—Disculpe, eso que dijo, El Pasadizo de Perico ¿no era un prostíbulo?

—Si pues joven, El Pasadizo Largo de Perico, para ser más exactos.

—Mire qué casualidad, yo justo por un estudio que estoy haciendo quería averiguar sobre las antiguas casas de remolienda de esta zona.

Se echó hacia atrás y arrugó el ceño, sus vetustas cejas blancas parecían apuntarme. Comenzó a pasar el paño por la barra con movimientos enérgicos, las moscas se dieron a la fuga. 

—¿Usted no será policía?

—No, nada que ver, soy estudiante de arte.

—¿Y qué tiene que ver el arte con las putas?

—A ver, mi tesis es sobre un cuadro famoso, se llama El baile de las enanas, de Pedro Luna, ¿lo ubica?

—No, para nada.

—Mire, yo le muestro.

Puse mi bolso sobre la barra y saqué una hoja con una impresión en colores del cuadro.

—¿Ve?, esta es la obra de don Pedro Luna

Sacó unos gruesos lentes desde algún lugar bajo su manta y tomó el papel de mis manos para analizarlo. 

—Yo había escuchado hablar de este cuadro.

Se quedó un rato contemplando la copia como si estuviera viendo la foto de un pariente perdido. Se comenzó a escuchar el canto acanalado de la lluvia contra el techo de zinc.

—Sí, alguien me habló alguna vez sobre este cuadro y sobre ese caballero que usted dice… 

—¿Y eso que le dijeron tenía algo que ver con El Pasadizo de Perico?

—El Pasadizo Largo de Perico… parece que sí, pero no me acuerdo y, además, tengo que cerrar luego, yo los domingos cierro a las diez de la noche, es mi día de descanso.

Comenzó a levantar las sillas poniéndolas boca abajo sobre los barriles, mientras refunfuñaba con un mal humor que desmentía la fama hospitalaria de los sureños. Decidí jugarme una última carta y saqué un billete de diez mil.

—Oiga, don…

—Sofanor me llaman.

—Don Sofanor, aquí tiene algo para compensarle por el tiempo de descanso que le pueda hacer perder. Apreciaría mucho si pudiera cerrar más tarde para que me cuente un poco más.

Atrapó el billete con una rapidez comparable a la que desplegaba fregando la barra y los vasos y lo guardó en el bolsillo de su pantalón. Bajó dos sillas de un barril, volvió bamboleándose al estante de licores, llenó dos copas, sacó una pipa y la encendió mientras con un gesto de sus cejas me invitaba a sentarme en la mesa que había habilitado.

II

Don Sofanor carraspeó aspirando su pipa y el humo pasó a través de sus mostachos amarillentos nublándole los lentes que no se había sacado desde que le pasé la copia del cuadro.

—¿Usted ha escuchado algo de Pedro Ñancúpel?

—Sí, pero ¿qué tiene que ver con…?

—¿Quiere escuchar mi historia o no?

—Ya, sí ubico a ese señor, el pirata chilote, que dicen que era como un héroe para los pobres y los indios… pero lo fusilaron muchísimo antes que la época que estamos hablando, a fines del siglo XIX.

—Sí, antes de que lo fusilaran se había transformado ya en una leyenda, era el ídolo de los indios. Bueno, él tenía una banda, puros familiares, como los Pincheira en el norte, hasta por aquí anduvieron estos Ñancúpel, asaltando barcos en el estrecho. Cayó preso junto con su hermano Anastasio, ¿sabía eso?

—Algo leí sobre lo de la piratería, y eso de que la gente lo quería porque desafiaba a los poderosos, pero de su hermano ni idea.

—Bueno, la cosa es que cayó con él y varios sobrinos. Anastasio escapó de la cárcel con uno de sus hijos, y a los otros cabros los liberaron por ser menores de edad. No se sabe cuál de esos sobrinos después tuvo un hijo con la empleada de un ricachón de la zona, una medio gringa, ese hijo fue Juan Ñancúpel que salió bastante nórdico en relación a su tío abuelo Pedro que era harto indio. ¡Salud por él!

—¡Salud! ¿Por Juan o por Pedro?

—Por los dos, que al final terminaron sus días de la misma manera, a Juan lo fusilaron en 1926, porque había reorganizado la banda… No les llegó a ir tan bien como al pariente décadas atrás, pero hicieron lo suyo… y, lo que es mejor, revivieron la fe popular, la gente nunca se terminó de convencer de la muerte de Pedro, «llegó a su fusilamiento cinco minutos atrasado», decían. El pueblo como que necesita esos bandoleros de tanto en tanto… 

—Entonces, con este Juan volvía la banda de los Ñancúpel, y de alguna forma mantenían vivo a Pedro… Bueno, por lo menos en el tiempo ya nos vamos acercando a la fecha que me interesa.

Don Sofanor se levantó y fue a la barra a buscar el botellón de vino para rellenar nuestras copas, que llevaban un rato vacías. En el trayecto de regreso le echó un grueso leño a la salamandra.

—Así es pues, le dije que me dejara contar la historia. La cosa es que Juan, antes de que lo apresaran, ya unos años antes, se había hecho cliente habitual de El Pasadizo Largo de Perico, y tuvo dos hijos con una de las mujeres de ese local. Uno de esos chicos años después, gracias a las influencias de su madre que tenía como amante a un oficial de la marina, logró enrolarse como grumete.

—Aquí sí que ya estamos cerca del cuadro, ahí hay por lo menos dos marinos.

Yo estaba excitadísimo con la historia. Don Sofanor carraspeó y se rascó la nariz y el bigote, empinó su copa y la dejó sobre el barril. No sé si sería el efecto de los tragos pero en ese momento pensé en el personaje corpulento y de mostachos en el centro del cuadro de Luna, el que parece agredir a la enana de verde, el parecido con el dueño del boliche era notable… pero no me calzaba la edad. Ese señor de la obra aparentaba más de treinta años en el 36, cuando Luna lo pintó, ahora tendría más de cien… Sofanor se veía mayor pero no para tanto… Mis pensamientos fueron interrumpidos por uno de sus carraspeos. 

—Ahora sí que ya se me hizo tarde, mañana tengo que ir temprano al mercado a comprar víveres para la semana, en la mañana están más baratos, antes de que llegue todo el choclón de gente.

No lo pensé mucho y saqué otro billete de diez mil. El viejo lo miró con aire despreciativo. Dejé el billete arriba de la mesa y puse encima otro de cinco mil, no tenía más dinero.

—Es todo lo que tengo don Sofanor, pero le prometo que si me termina de contar la historia, mañana paso a un cajero automático y saco quince mil más y se los traigo, por si se queda dormido y llega tarde al mercado, ya sabe, por si encuentra los productos más caros mañana.

—El pedazo de historia que me falta contar no vale treinta lucas —su tono era cortante, y casi diría que estaba asustado.

—¡Le traigo cincuenta y cinco mil mañana! Más los quince que le acabo de pasar y los diez de antes serían ochenta mil pesos… 

—Ya mire, pase pa’cá. Le voy a contar, pero no por la plata, sino porque me ha dado gusto que me haya escuchado, pero lo que le voy a relatar no lo puede publicar en ese estudio que anda haciendo, y mañana me trae los cincuenta y cinco, y para asegurarme me voy a quedar con su carnet ¿trato hecho?

—Trato hecho —mientras aceptaba su oferta me apresuré en sacar mi cédula de identidad del bolsillo y se la entregué. 

Me pasó mi copa llena una vez más hasta el borde, y agarró firme la suya. La lluvia se hizo oír con más fuerza.

—¡Al seco!

—Al seco.

Me había comprometido a entregarle toda la plata que me quedaba para el viaje. Iba a tener que adelantar mi regreso, pero me pareció que valía la pena.

III

Bebimos hablando de otros temas antes de entrar en terreno derecho. Me contó de sus peleas con los borrachos que llenaban su bar los viernes, cuando llegaban reventados de sus trabajos con ganas de divertirse, habló del carnaval de invierno y de cómo la Zona Franca le había cambiado la vida a la «Capital de la Patagonia». Luego de unas cuantas copas más se puso serio y supe que volvería al asunto que me preocupaba. Puso la copia del cuadro sobre la mesa:

—La de rojo era rubia como en esta pintura, y bien buenamoza, el pintor no le hizo justicia. No era enana, se llamaba Gladys, esa era la madre de los hijos de Juan Ñancúpel. Yo creo que ese pintor creó la falsa impresión de que era chicoca por que la retrató medio agachada ¿se fija? El carabinero la está empujando hacia abajo.

«A Juan ya lo habían muerto, y ella siguió trabajando en el prostíbulo, tratando de sacar adelante a sus hijos. Ya le hablé de uno de ellos, el menor, que se metió a la marina, a ese le decían el Chungungo, no recuerdo cómo se llamaba, el nombre del otro era Diego, ese salió medio tarambana, trabajaba a veces en el puerto, era bueno para el trago, pendenciero, de vez en cuando caía en la cana».

«Parece que el Chungungo trataba de hacerlo entrar en vereda al Diego, pero no había caso, ese estaba torcido desde chiquitito. Los dos concurrieron ese día al Pasadizo Largo de Perico. Pocas veces se juntaban, pero el destino quiso que ambos estuvieran, justo en esa jornada».

«El marino había llegado con sus colegas, eso no era frecuente. El Diego solía aparecer por ahí bien seguido porque era putero, y le daba lo mismo que su madre estuviera trabajando todavía en La Remolienda, o que ella lo viera a él tirando con sus compañeras. En cambio, el Chungungo yo creo que se avergonzaba, quería a su madre pero no le gustaba verla ahí, parece que más bien la iba a visitar a su casa. Yo creo que esa vez llegó al Pasadizo arrastrado por sus compañeros, y venía ya bien caramboleado. Al principio, se tomó un par de tragos y después de un rato se recostó contra el escenario y se durmió, así tal y como está en el cuadro del señor Luna. ¿Qué si era ese Luna el que tocaba el piano ese día? Puede ser, tanto no recuerdo, pero en todo caso la orquesta no era permanente, y era usual que gente del público se sumara a la banda, era un constante subir y bajar del escenario entre cada tema que se interpretaba, mucho foxtrot, corridos, pasodobles, rancheras… Perfectamente pudo haber estado tocando ese pintor el día del que hablamos. Aunque pensándolo bien, creo que no, porque si hubiera estado en el escenario no me explico cómo pudo haber captado tan bien lo que ocurría a sus espaldas, justo antes de que comenzara la tragedia».

«El grumete más bien simulaba dormir la mona. Debe haber sido una táctica para no tener que ver su madre trabajando en salón, bebiendo y danzando con los clientes. Por ahí andaba también la «Cachera de las pampas», así le llamaban, yo creo que es la que sale de verde en su cuadro, porque esa sí que era bajita, casi enana, aunque no tenía esa conformación, era bien proporcionada, no era cabezona ni de brazos cortos… ella. Ella y la Gladys repartían mistela, ponche, clery, vino y enguindado, alternaban con los clientes, en esa época muchos de ellos eran estancieros, y solían llegar algunos gauchos argentinos. Las otras niñas en ese momento estaban encatradas en las piezas ubicadas al fondo del local». 

«El baterista era además el cantante, y estaban tocando un tema de José Bohr, no sé si lo ubica usted, se llamaba Y tenía un lunar. Ahí fue cuando comenzó a quedar la escoba. El carabinero, que estaba harto pasado de tragos, agarró a Gladys y le dijo: “¿Sabes dónde tengo un lunar yo? En mi pistola de carne, dale un besito a mi lunar rucia”. La mujer, como todas las que trabajaban en el Pasadizo, tenía su dignidad, parte de sus reglas era que las cosas se hacían en las piezas, y no a la vista del público, como los animales, ni menos en el salón de bailoteo. A propósito, esa pareja que está a la derecha de la pintura, una mujer semidesnuda con un gallo que parece que se la va a montar… eso es imaginación del pintor, eso no pasaba en el recinto para el baile».

«Bueno, la cosa es que Gladys comenzó a tratar de zafarse, y él la empujaba hacia el suelo, con una mano, mientras con la otra se empezaba a desabrochar el pantalón… eso lo captó muy bien ese señor Luna, fíjese en la cara de susto que tiene ella. Poquito después el Chungungo se levantó, y vio al Diego que se acercaba con una pistola en la mano, yo creo que eso es lo que la pareja del medio está mirando, por eso que la «Cachera de las pampas» está como con cara de enojada. La gota que derramó el vaso fue cuando el policía le grito «¿Acaso no te gustaba hacerle eso al muerto de hambre del Juan Ñancúpel? Si se lo chupabas al roto de mierda ese, me lo tienes que chupar a mí». En ese momento sonó el primer balazo, Diego Gómez —porque llevaba el apellido de Gladys, por ser hijo natural de Juan— le había perforado la nuca al carabinero que cayó desplomado a los pies del escenario».

«Los de la orquesta salieron disparados para todos lados, el grandulón medio gaucho que bailaba con la «Cachera» y el marino bigotudo, que está a la derecha en el cuadro se le fueron encima a Diego. Mientras el Chungungo, bien despierto —si es que alguna vez había estado durmiendo— se agachó a sacar el revólver de servicio del carabinero que aún se movía con unos estertores de muerte, y apuntando al marino que también había sacado un arma le gritó «¡Quieto mi teniente, no se le ocurra dispararle a ese hombre!» … el cabro tuvo que optar ahí, entre su carrera en la Armada y la lealtad con su hermano. El Teniente ese le estaba apuntando a la cabeza a Diego, miró con cara de desprecio al grumete y disparó. El tiro le voló una oreja al mayor de los hijos de Ñancúpel que cayó al suelo gritando, y el chiquillo sin pensarlo mucho le disparó a su superior, en pleno pecho…».

«Salieron todas las niñas y sus clientes medio piluchos de las piezas gritando. Entonces, la Gladys a tirones fue encaminando a sus dos hijos hacia la salida del local: “¡Desaparezcan de acá! No se les ocurra venir de nuevo, en años si es necesario”».

«El local lo clausuraron por orden judicial. Estuvo cerrado un par de años. Las putas se repartieron por otras quintas de recreo. Al Chungungo y a su hermano los buscaron harto tiempo. La gente empezó de nuevo a resucitar la leyenda de la banda de Ñancúpel, pero la verdad es que los hijos de Juan sólo se limitaron a arrancar y a tratar de evitar la suerte de su padre y su tío abuelo».

«Nunca los encontraron. Un buen tiempo después apareció el Diego muerto, flotando en el río Barranca. Del Chungungo no se volvió a saber nada».

IV

Esta vez fui yo el que se levantó a echar otro tronco a la chimenea. Don Sofanor estaba terminando su relato con los ojos aguados, no sé si por los recuerdos o por el trago. Se había emocionado con algunas partes de su historia.

—Si quiere le dejo esa copia del cuadro como regalo, de todas formas mañana le traigo su platita.

A mí con el relato se me había espantado la borrachera. Él gruñó algo y me hizo un gesto como para que me fuera. Salí sigilosamente. Pensé que era mejor dejarlo a solas con el pasado.

Al día siguiente, fui a cumplir con mi palabra, le llevaba el monto acordado. Llegué como al mediodía. Había dejado de llover y el dolor de cabeza me hizo renegar del vino barato. Al golpear la puerta se abrió sola. Entré.

Todo estaba como en la noche anterior. Grité anunciando mi llegada, no hubo respuesta. Me decidí a esperar, tomé asiento y me puse a pensar en el relato del viejo. Sin duda, había estado en el burdel cuando ocurrieron los hechos, de qué otra forma podía conocer tantos detalles. ¿Qué edad tendría en aquel entonces? Si efectivamente andaba por los setenta y tantos ahora, debió ser un niño en aquel entonces. Para recordar con la precisión que lo había hecho debió haber sido un poco mayor, si era quinceañero en aquellos años, ahora tendría ochenta y tantos largos… podía ser, aparentaba menos pero en el sur la gente se conserva bien.

En ese momento salió don Sofanor de una pieza al fondo del bar. Estaba bien rojo, no sé si por el frío, por la tomatera de la noche anterior, o por rabia.

—Buenos días, ¿ya hizo sus compras en el mercado?

—No es asunto suyo ¿trajo lo que me debía?

—Aquí tiene.

Le tendí los billetes y se puso a contarlos. Tratando de ser amable insistí en reanudar alguna conversación.

—Le agradezco mucho todo lo que me contó anoche y… 

—¡Yo no le conté nada! Usted se tomó unos tragos demás y eso fue todo. Me prometió pagarme extra para que lo siguiera atendiendo después de la hora de cierre.

—Sí, claro.

Comencé a dirigirme a la salida, no pude evitar volverme para hacer una última pregunta.

—¿De verdad no se recuerda cómo se llamaba el Chungungo? Si se acuerda de tanto otro detalle, cómo… 

—¡De qué mierda está hablando! Le dije que anoche yo no conversé con usted. ¡Y lárguese que esta no es hora de atención en mi bar!

Me despedí balbuceando unas disculpas y reanudé mi camino a la salida. Salí caminando muy rápido para espantar el frío del viento que me empujaba hacia el mar, y para conjurar los pensamientos sobre los vástagos de Ñancúpel. Se me revolvían los pensamientos ¿Cómo don Sofanor sabía que al grumete no le gustaba ver a la madre en el prostíbulo? ¿Por qué Pedro Luna nunca reveló los hechos que habían gatillado su obra? ¿Su natural indocilidad lo habría hecho dedicar su obra más reconocida a la banda popular? ¿Cómo sabía el viejo mañoso que el incipiente marino trató sin éxito de enderezar el rumbo de su hermano Diego? ¿Cómo supo que fingía dormir sobre el tablado del escenario? ¿Era razonable que supiera todos esos detalles y que no recordara el nombre del cabro? ¿Era idea mía o el abrutado de Sofanor se había referido a Gladys con más respeto en relación a los otros involucrados?

Entonces, dentro de mi brumosa resaca, una idea se fue asentando: tuve la certeza de que si alguna vez volvía a ese bar, y escarbaba entre las pertenencias de don Sofanor, iba a encontrar unas fotos amarillentas abandonadas en algún rincón, encima de una vitrola o juntando polvo arrimadas contra las botellas. En una de ellas vería a una mujer buena moza posando de la mano de un joven grumete, en otra instantánea dos niños sonreirían a la cámara, uno a cada lado de la misma mujer, Diego y Sofanor. ¿Sería ese su verdadero nombre, aquel con el que Gladys bautizó al hijo de Juan Ñancúpel?

Cuento escrito por Eduardo Contreras Villablanca

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